
Un viejo lobo, herido de sentimientos extraños, cansado del peso del mundo sobre sus hombros y de la reacción del suelo sobre sus agrietadas patas, se para a descansar junto al lodo sobre el que camina y deja que la suciedad cubra sus pelos.
Expuesto a su sufrimiento, cierra los ojos para descubrir lo que yace en su interior. Una madeja negra está tejida en su mente, confundiéndolo, ahogando los deseos puros en el fondo de un recuerdo brillante.
El lobo se tumba en el lodo y el barro ennegrecido cubre sus ojos, su hocico, su boca... Solo sus orejas permanecen atentas a un sonido esperado, pero que sabe que no llegará. Aún así el viento sorprendido mece las ramas y un quejido atraviesa el espeso aire hasta sus orejas, y de ahí hasta lo más profundo de la mente del lobo.
Pero ya es tarde, el lodo se ha introducido por su boca y por su hocico, cubriendo todo a su paso, extrayendo el aire y su vida. A su paso solo queda suciedad, pulmones llenos de barro. Y de la boca abierta de aquel viejo animal, volando agitada por el aferro a la vida que dejó, una mosca negra aparece, batiendo sus alas y limpiándose el lodo pegado en ellas, testigo molesto del imparable ciclo de la vida.



