sábado, 21 de noviembre de 2009

La cantora


Cuan hermoso su rostro era, aunque reflejaba una sutil amargura. A medida que mis ojos se posaban en el brillo de los suyos, un escalofrío me recorría, como si una delicada prenda de seda se deslizara por mi dorso desnudo. Eran de color miel, grandes y melancólicos. Miraban a un lugar que mi vista no podía alcanzar, quizás perdido en el entresijo de su mente. Mi corazón latía al escuchar cuan dulce era su cantar, acompañado por el afable sonido del laúd.

Sus palabras hablaban de amores tormentosos, de pasiones que no llegaban a encontrarse, que deambulaban entre la desesperación y el deliro.

Dos amantes, ungidos por el hechizo de un beso furtivo, se debatían entre el deber y el amor más profundo. Guerra y polvo y hombres armados y sangre demarrada se mezclaban en su cántico con la más pura devoción, y sus ojos se empañaban de recuerdos ya pasados y casi olvidados. Como nubes grises se vislumbraba su rostro, y su garganta tembló cuando pronunció su nombre.

Sus ojos vibraron y un manantial de sentimientos brotó de ellos. Su respiración se hizo más profunda, su garganta casi se quebró, y el canto paró.

La calma del final no hizo frenar su llanto. Su faz quebrada de esperanza me estremeció.

Dime cantora de otras tierras, ¿Qué fue de aquel hombre y de aquella mujer que tanto se amaron?

Entonces se dio cuenta de mi presencia, y forzó una sonrisa en su cara, y enjugó sus lágrimas.

Él joven murió por el despecho de su amada, que en verdad, amaba con locura a aquel muchacho. Y como un huracán de rabia estrelló su vida hacia la batalla, pereciendo por el odio del rival, que no era otro que el padre de su amor.

Sus palabras encogieron mi ser, no pudiendo imaginar esa absurda situación.

¿Y que fue de ella?

La cantora se apresuró a la puerta de la estancia, sujetando sus faldas para no pisárselas, con el alma en un puño y su sollozo al borde del precipicio. Pero cuando estuvo frente a ella, se giró y dijo.

Dicen que vagabundea por el mundo contando su desdicha, a lomos de su tonada, con un laúd como equipaje, y su amor roto como guía, evitando que la desventura de otros sea como la suya propia, llenando de sentimientos los corazones de los desangelados, infligiendo devoción a los faltos de espíritu y aumentando sus pasiones.

Reproduje sus palabras en mi cabeza y uní los cabos de lo obvio y contuve lágrimas en mis ojos por su dolor.

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