lunes, 16 de noviembre de 2009

A mi padre


Supongo que mi padre se dejó morir. Cubierto por la losa del tiempo, con una vida que ya no se sujetaba a los parámetros de la misma, sino más bien a qué hacer por los demás, se abandonó a sí mismo, buscando la felicidad en el fin.

Y yo supongo que no supe rescatarlo. No supe infundirle ánimos, ni tolerar sus últimos desvaríos. Quizás el peso de mi mundo me asfixiara cómo a él el suyo. Quizás no me atreví a traerlo por la senda adecuada, porque él no era de esa clase de personas que deja que nadie les guíe, y mucho menos sus hijos.

Así que los últimos días estuvimos más bien enfrentados. Él se aferraba a una vida que llevó y que, por lo menos le dio unos buenos momentos, aunque fuera precisamente esa vida la que llamaría a la parca, y yo me esforzaba por esconderme del peso de la responsabilidad, y de escapar de un mundo que se cerraba a mi paso en una única dirección.

Pero el final temido llegó, y ni siquiera pude decirle adiós. Como un leño consumido su cuerpo le abandonó y su espíritu huyó de su tortura quizás demasiado pronto. Y aún recuerdo mis últimas palabras “A ver si mañana estás mejor”, que me pesan como una montaña.

No había sentido tanto dolor en mi vida como en aquel momento. Era cómo si la pena no me cupiera en el pecho y sin embargo no podía salir. Me quemaba por dentro. Pero mi dolor no era lo importante. Él no volvería a ver a nadie. No volvería a ver a sus nietos, aún demasiado niños para recordarle. No podría intentar reconducirlo a la senda, era demasiado tarde.

Y desde entonces me dio por pensar que hay que vivir la vida, que se acaba y después no hay nada más. Y a pesar de eso sigo sin vivirla y supongo que mi final también llegará. Y tal vez me quede pensando si luchar por ella o dejarme morir también.

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