viernes, 18 de diciembre de 2009

El aire



Desde lo más alto del más alto edificio de toda la ciudad, ésta parecía aterradoramente grande, fría y paradójicamente distante. Millones de individuos con sus complejos deseos, ambiciones, problemas y dolores se veían ahora tan lejos, que casi parecían simples engranajes de la máquina del poder. El viento del anochecer besaba mi cara, como el que besa a un difunto en un ataúd. Me deshice de mi abrigo y lo deje volar por la ciudad. Como un pájaro, se desplazaba por encima de todas las moradas vacías de esperanza. Me preguntaba hasta donde podría llegar. Quizás alcanzara el montón de ladrillos podridos que antes llamaba mi hogar. Tal vez alertara a alguien de mi presencia allí, oculta por la incipiente y cómplice luna. Los últimos rayos de sol peinaron mi faz, una última caricia, un último instante de fútil placer. Quería saber si podrías vislumbrar la luz desde donde estabas. Si levantarías la cabeza y tus ojos se posarían en esos últimos rayos, como hacía yo, si te haría feliz y sería extraño. En mi hora más oscura el sol se ocultó. Lancé una voz al pérfido aire para que lo surcara con la vana ilusión de que alcanzara tus oídos. El tiempo se paró en frente de mí, sabía que nadie podría ya separarnos, pues el suelo que antes me anclaba a la vida desaparecía tras un trascendental estremecimiento.

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