viernes, 28 de mayo de 2010

Ciudad dividida

La capital se despierta envuelta en la bruma gris de la mañana, teñida de partículas asesinas.
Observo como el sol deshace la magia del momento y me muestra la crueldad de esta jungla de hormigón y asfalto.
A lo lejos, pero siempre omnipresente, se levanta el baluarte del disparate, el monumento a todo lo que no debe ser considerado humano.
Incluso puedo ver a los guardias, debatiéndose entre el deber y el sentimiento fraterno.
Me acuerdo de mi hermano.
Eran tiempos muy duros y buscando un salto a un mundo mejor tropezó con la locura de las balas.
Ya han pasado casi veinte años.
Tras sus rasgados y pintados muros el otro lado mira altivamente a su hermano pequeño, y lo llama y lo incita a unirse a él.
Sólo el poder de las armas nos encierra en esta prisión a la que en tiempos solíamos llamar hogar.
Sólo la necedad de los hombres impuso su terca traición.
La guerra acabó, mas no la represión.
Ojalá todo hubiese sido diferente.
Ojalá la unión con esos países no nos hubiera llevado a la quiebra.
En esos tiempos sólo importaban esos líderes y su palabra era seguida por todos.
Y después de la guerra entre hermanos se impuso la guerra con el mundo.
Perdimos.
Las victoriosas hordas se repartieron el pastel y quedamos como la guinda, la más codiciada.
La solución fue salomónica, pero no justa.
Nos partieron y quebraron nuestros corazones.
Ahora cuando me despierto y la miro, sólo puedo pensar en el cartel que hay en la entrada, la que nos separa de la libertad, y que reza de un modo cínico: “Bienvenido a Madrid Oriental”.

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