sábado, 30 de enero de 2010

La vela



La última vela se apagó propagando un halo de humo negro fugaz. Me quedé mirándola. Quizás mis pensamientos deberían hacer lo mismo, pero las lágrimas que se lanzaban inexorablemente de mis ojos, que nacían en lo más profundo de mi atormentada alma, me impedían distanciarme. La claridad de la tímida luna se introdujo por la taciturna ventana, cambiando las formas y el tono de aquella estancia. De entre las sombras, la proyección de tu impávido cuerpo sobre la fría pared sobresalía como un acantilado sobre el mar bravío. Me imaginé navegando en un barco al acecho de tu esencia, buscando el faro de tus ojos en medio de la tormenta.

No me acordaba de cuanto tiempo mi ajado espíritu yacía en aquella frígida silla, pero no me importaba, ya nada era significante. Tus purpúreos labios me recordaban cuantas veces te había besado, cuantas veces los escalofríos recorrieron mi dorso, envueltos en tus manos. Me acerqué a ti y contemplé tu rostro, dulce y blanco, salpicado de ternura, en tu invierno más largo. Mis dedos acariciaron tu sien, bajaron por tu mejilla, exploraron tu gélida piel. Anhelaba el calor de tu alma y el arrojo de tu corazón, pero aquello era una apacible quimera. Los días de añoranza llegarían a mi ser, como la nieve a la montaña.

Una escurridiza lágrima, pecadora de esperanza, se abalanzó hacía tu cara, impasible al desánimo y bañó tus ojos cerrados. Creí que la habías sentido, creí que decías ni nombre, que por tus inanimados labios la brisa de tu voz se escabullía como el agua de la vida entre mis manos. Pero la despiadada realidad, con su voraz apetito, engulló mis frustradas ilusiones, una vez más.

Velándote, siempre junto a ti, en nuestro comienzo y en tu fin, sólo pude llorar al volver a contemplar lo que quedaba de ti, helada figura de la mujer que amé y conocí.

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