domingo, 17 de enero de 2010

Un Nuevo heroe

Nunca quise enfundarme una piel como ésta, ni presentarme ante la gente como algo que no era, pero aquella noche, temblando de frío y de emoción, me arrojé a un vacío que supuse sería cercano.





Nací en un pequeño pueblo, colgado entre montañas y abierto sólo por un pequeño valle de un río ya olvidado. Sus casas blancas se enredaban entre las rocas de las montañas como mi memoria se enreda ahora con esos recuerdos. El brillo del sol y el olor del campo, que furtivamente se acercaba a mi hogar, son los únicos recuerdos que guardo, momentos felices que me hicieron lo que soy hoy en día, y que espero no olvidar jamás.

Mientras los chicos de mi edad se aferraban al sueño de escapar de allí, yo crecí con el convencimiento que encontraría la felicidad sin buscarla, sin marcharme de aquel pueblo, explorando sus rincones y trabajando en lo que siempre había hecho mi familia.

Con el paso de los años, y tras decir adiós a varios buenos amigos y alguna que otra muy buena amiga, me di cuenta que mi futuro sería sombrío si permanecía allí. Mi familia había ido poco a poco despareciendo para mi infortunio, hasta que me quedé solo, regentando la vieja casona familiar, cuyos vastos muros de piedra me retenían anclado en la nostalgia.

Así que un buen día me despedí de los pocos vecinos que quedaban en el pueblo, viejos que detenían su último aliento haciendo lo que siempre habían hecho, huyendo de un sino pactado. Cogí los ahorros que poseía, y con mis pobres posesiones me enrolé en una aventura incierta: encontrar fortuna en la gran ciudad.

Aquel amasijo de hierro, asfalto y hormigón me conmocionó. Personas a millares deambulando sin razón, sin hablar unos con otros. El poder de aquel infierno urbano era asombroso para mí, me tenía aterrado e hipnotizado a la vez.

Me coloqué como pude en un pequeño taller mecánico, en el pueblo siempre había sido mañoso con las máquinas que siempre andaban estropeándose. Una vez le dejé el tractor de un vecino casi como nuevo.

Busqué residencia en una modesta pensión, más cerca de una celda que de la mansión que para mi era mi antiguo cobijo, pero no me podía quejar porque era lo que podía permitirme.

Aún así los días pasaban y sentía que no había tomado la decisión correcta, me sentía más cerca del desánimo que de buscar un sueño, y así a punto de tirar la toalla y regresar a mi hogar sucedió algo que me hizo cambiar para siempre.

Caminando por una apartada calle, camino a donde mis huesos descansaban, observé como en una casa cercana un pequeño humo se levantaba. Rápidamente, para mi sorpresa y para la de residentes de esa vivienda, el humo se tornó llama encolerizada y el fuego empezó a devastar la morada.

Unos gritos de auxilio eran lo único que pude escuchar y lo único que me empujó a hacer algo, que en otro momento podía haber calificado de pura locura.

Con mi buzo de trabajo aún puesto y armándome de valor, tomé una vieja lona que yacía cerca, en un callejón, y cubierto con la misma y la boina que del pueblo me traje, me arrimé a las entrañas de aquel fuego salvaje que reclamaba una pronta solución.

Nunca quise enfundarme una piel como ésta, ni presentarme ante la gente como algo que no era, pero aquella noche, temblando de frío y de emoción, me arrojé a un vacío que supuse sería cercano.

Y los gritos desgarradores de aquellos seres que pedían salvación animaron mis pies dentro del edificio, que amenazaba con derrumbarse.

Las llamas eran como cuchillos sobre mi ropa, el humo y el hollín cubrían todo mi ser. Pero con la cara y las manos tiznadas de negro y el arrojo como nombre, me introduje por los rincones de aquella casa a punto de desaparecer.

Localicé los gritos y sus dueños, una mujer y sus dos niños. Los agarré como pude, quizás la fuerza vino de la voluntad o de los años pasados con una azada en la mano, y cubiertos por la lona escapamos entre dentelladas de fuego.

Sea como fuere logramos alcanzar la salida de su hogar, convertido en un infierno de cenizas y calor, y allí los vecinos cercanos se arremolinaban a contemplar el atroz espectáculo.

Una ovación se escuchó cuando logramos escapar. La gente lanzaba voces de felicidad al ver que la familia estaba bien.

Miré a la mujer y a sus dos niños, que aliviados me miraban con asombro. Yo les devolví la mirada regalándoles una sonrisa de satisfacción.

Parte de la gente se quiso acercar a felicitarme, pero mi aspecto les echó para atrás. Mi buzo se había transformado en casi harapos negros, mi boina llena de ceniza y la vieja lona como manto a mi espalda se encontraba.

Al oír las sirenas de la policía y los bomberos me entró pánico sin saber porqué y huí de allí, corriendo entre las calles vacías.

Regresé a donde habitaba y me limpié, pero algo me hizo guardar esos harapos y esa lona. Aquella noche casi no pude dormir.

El día siguiente amaneció con mi retrato robot en los medios. Una figura casi de risa, pero que a la gente pareció gustarle. Un héroe anónimo y de pueblo que entre la gran ciudad había encontrado su rincón para ofrecer su humanidad.

Y así encontré mi destino. Y así un nuevo héroe había nacido para velar por la ciudad perdida: SUPERPALETO.

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