domingo, 3 de enero de 2010

Paz

Vuelo sobre el horizonte. Mis alas blancas me llevan donde el viento del suroeste me guía. Allá abajo, en el valle, junto al río, los hombres luchan encarnizadamente. Veo árboles y maleza ardiendo, destrucción y cuerpos negros y quemados. Me siento triste. Otra vez más he fallado. Llegué tarde, nadie me avisó esta vez. Ciegos odios se exaltaron y por el orgullo de un puñado de hombres la guerra ha estallado.

Ahora empiezan a aparecer lejanos esos humos. Aquellos gritos y ruidos se quedan en el valle, fuera de mi alcance y ya casi de mi vista. Quizás debería intentarlo de nuevo. Me siento sin fuerzas. Han sido tantas veces y tantas guerras que ahora siento vergüenza de mí mismo, por no haberme embarcado en la ventura de mi nombre.

El viento del suroeste me empuja hacia mi próximo destino. Deseo que su arrogancia y altivez no se crucen en mi camino. Cuan difícil es esparcirme y divulgarme entre ellos y cuan fácil es olvidarse de mi nombre.

El mar sigue en calma. Los humos a mi espalda ya han casi cesado. Los gritos y los ruidos ahora sólo son un recuerdo triste, para mí, y para esos hombres. Aunque algunos vitorean y ensalzan su ardor guerrero. Pobres ignorantes. No se dan cuenta que su destino belicoso ya ha quedado sellado, que el ansia y la fiebre asesina devorarán sus vidas. Una lágrima se me escapa.

El sol se empieza a sumergir en el océano naranja. Me encuentro nuevamente sólo. El viento del suroeste es mi único compañero. Ahora me acuerdo cuantas veces se me ha ensalzado, cuanta gente ha creído en mí. Por ellos sigo aquí, volando sobre el horizonte, aproximándome a mi nuevo destino. Quizás aún haya esperanza.

La noche ha nacido ya, y las estrellas colorean mi camino. Ahora ellas son mis compañeras. Veo mi destino en tierra, leguas debajo de mí. Creo que llego a tiempo. Los hombres andan acampados, aguardando órdenes y el alba para atacar, para condenar sus almas. Algunos están despiertos, velando su miedo.

Me acerco sigilosamente. En mi pico la rama de olivo ha resistido. Anhelo que este simple gesto sirva para detener la barbarie, para detener esta locura. Su general aúlla a las estrellas, robándoles el coraje. Por fin he llegado. Sus ojos se abren como platos al contemplarme. Me aproximo un poco más y él extiende su brazo. Siento que todo es posible. Quizás ese gesto en su rostro, entre sorpresa y admiración, me proporcionen el poder para cautivar su corazón. Finalmente me poso sobre su brazo y le miro a los ojos. Creo que lo he conseguido, aunque en este caso, no sea una gran acción para una paloma blanca.


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